Pinturas Famosas

LAS PINTURAS MAS FAMOSAS DEL MUNDO

NUMERO 1:
El Retrato de Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo, ​más conocido como La Monalisa o la Gioconda, es una obra pictórica del polímata renacentista italiano Leonardo Da Vinci. Se halla expuesta en el Museo del Louvre de París, siendo, sin duda, la «joya» de sus colecciones.
Su nombre, La Gioconda (la alegre, en castellano), deriva de la tesis más aceptada acerca de la identidad de la modelo: la esposa de Francesco Bartolomeo de Giocondo, que realmente se llamaba Lisa Gherardini, de donde viene su otro nombre: Mona (señora, en el italiano antiguo) Lisa. El Museo del Louvre acepta el título completo indicado al principio como el título original de la obra, aunque no reconoce la identidad de la modelo y tan solo la acepta como una hipótesis.
Es un óleo sobre tabla de álamo de 77 × 53 cm, pintado entre 1503 y 1519,3​ y retocado varias veces por el autor. Se considera el ejemplo más logrado de sfumato, técnica muy característica de Leonardo, si bien actualmente su colorido original es menos perceptible por el oscurecimiento de los barnices.
Por medio de estudios históricos se ha determinado que la modelo podría ser una vecina de Leonardo, que podrían conocerse sus descendientes y que la modelo podría haber estado embarazada, por la forma de esconder que tienen sus manos. Pese a todas las suposiciones, las respuestas en firme a los varios interrogantes en torno a la obra de arte resultan francamente insuficientes, lo cual genera más curiosidad entre los admiradores del cuadro.
                                                          



NUMERO 2:
La noche estrellada (en neerlandés De sterrennacht) es la obra maestra del pintor postimpresionista Vincent Van Gogh. El cuadro lo realizó en el sanatorio de Saint-Rémy-de-Provence, donde se recluyó hacia el final de su vida. Fue pintada a mediados de 1889, trece meses antes de su muerte. Desde 1941 forma parte de la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Considerado como el magnum opus de van Gogh, el cuadro ha sido reproducido en numerosas ocasiones y es conocida como una de las pinturas mas famosas de la historia. Usó óleo humedecido y pinceles finos para realizar la obra.



NUMERO 3:

El grito (en noruego Skrik) es el título de cuatro cuadros del noruego Edvard Munch (1863-1944). La versión más famosa se encuentra en la Galería Nacional de Noruega y fue completada en 1893.​ Otras dos versiones del cuadro se encuentran en el Museo Munch, también en Oslo, mientras que la cuarta versión pertenece a una colección particular. En 1895, Munch realizó también una litografía con el mismo título.

Todas las versiones del cuadro muestran una figura andrógina en primer plano, que simboliza a un hombre moderno en un momento de profunda angustia y desesperación existencial. El paisaje del fondo es Oslo visto desde la colina de EkebergEl grito está considerado como una de las más importantes obras del artista y del movimiento expresionista, constituyendo una imagen de icono cultural, semejante al de la Gioconda de Leonardo da Vinci.

El cuadro es abundante en colores cálidos de fondo, luz semioscura y la figura principal es una persona en un sendero con vallas que se pierde de vista fuera de la escena. Esta figura está gritando, con una expresión de desesperación. En el fondo, casi fuera de escena, se aprecian dos figuras con sombrero que no se pueden distinguir con claridad. El cielo parece fluido y arremolinado, igual que el resto del fondo.
La fuente de inspiración para El grito podría encontrarse quizás, en la atormentada vida del artista, un hombre educado por un padre severo y rígido que, siendo niño, vio morir a su madre y a una hermana de tuberculosis. En la década de 1890, a Laura, su hermana favorita, le diagnosticaron un trastorno bipolar y fue internada en un psiquiátrico. El estado anímico del artista queda reflejado en estas líneas, que Munch escribe en su diario hacia 1892:
Paseaba por un sendero con dos amigos; el sol se puso. De repente, el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio: sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad. Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.
Munch inmortalizó esta impresión en el cuadro La desesperación, que representa a un hombre con un sombrero de copa, de medio lado, inclinado sobre una prohibición y en un escenario similar al de su experiencia personal.
No muy contento con el resultado, Munch pinta un nuevo cuadro, esta vez con una figura más andrógina, de frente, mostrando el rostro, y con una actitud menos contemplativa y más activa y desesperada. Lo mismo que la anterior, esta primera versión de El grito, se llamó La desesperación. Según detalla Robert Rosenblum (un especialista de la obra del pintor), la fuente de inspiración para esta estilizada figura humana podría haber sido una momia peruana que Munch vio en la Exposición Universal de París en 1889.
El cuadro fue expuesto por primera vez en 1893, formando parte de un conjunto de seis piezas titulado Amor. La idea de Munch era la de representar las distintas fases de un idilio, desde el enamoramiento inicial a una ruptura dramática. El grito representaba la última etapa, envuelta en angustia.
La obra fue muy bien acogida por la crítica y, el conjunto Amor fue clasificado como arte demente (más tarde, el régimen nazi clasificó a Munch de artista degenerado y retiró todos los cuadros que había en una exposición en Alemania). Un crítico consideró el conjunto, y en particular El grito, tan perturbador, que aconsejó a las mujeres embarazadas que no visitaran la exposición. La reacción del público fue discrepante y el cuadro se convirtió en motivo de discusión y por primera vez se hace mención de El grito en las críticas y reportajes de la época.
Munch realizó cuatro versiones de El grito. El original de 1893 (91 x 73,5 cm) con una técnica mixta de óleo y pastel sobre cartón, está expuesto en la Galería Nacional de Oslo. La segunda (83,5 x 66 cm) en témpera sobre cartón se exhibió en el Museo Munch de Oslo hasta que fue robado en 2004. La tercera pertenece al mismo museo y la cuarta es propiedad de un particular. Para responder al interés del público, Munch realizó también una litografía (1895) que permitió imprimir el cuadro en revistas y periódicos. El 31 de agosto del 2006 la policía de Oslo anunció que la segunda versión de la obra fue recuperada, junto con la Madonna, otra obra de Edvard Munch también robada en el 2004.


















NUMERO 4:

El Juicio Final o El Juicio Universal es el mural realizado al fresco por Miguel Ángel para decorar el ábside de la Capilla Sixtina (Ciudad del VaticanoRoma). Miguel Ángel empezó a pintarlo 25 años después de acabar de pintar la bóveda de la capillaEn 1535, el papa Paulo III encargó a Miguel Ángel, el más grande fresco jamás pintado que trataría sobre el Juicio Final y que se ubicaría en la pared del altar de la Capilla Sixtina. El tema estaba relacionado con lo que había sucedido en la Iglesia en los años precedentes: la Reforma Protestante y el saqueo de Roma. Por eso se intentaba representar a la humanidad haciendo frente a su salvación.

Desde la construcción de la Capilla Sixtina hasta 1536, la pared del altar donde ahora está el Juicio Final contenía otros murales de la serie de las historias de Moisés y de Jesús. Estaban la Asunción, la Natividad de Cristo y el Descubrimiento de Moisés.
Más arriba se encontraban los tres primeros Papas, donde estaba Simón Pedro. Miguel Ángel tuvo que sacrificar estos frescos de Perugino de la zona del altar para pintar su obra, lo que le valió numerosas críticas.
Anteriormente, Clemente VII le pidió que pintara La caída de los ángeles rebeldes, pero, tras su muerte, su sucesor Paulo III le encargó que pintara la escena del Juicio Final.
El Juicio Final es un enorme conjunto pictórico al fresco de género religioso cuyo tema es el Juicio Final, extraído de la Apocalipsis según San Juan.
Una vez terminada, en 1541, la pintura provocó el escándalo y las críticas más violentas, pues se consideraba vergonzoso que en tan sagrado lugar se hubiesen representado tantas figuras desnudas, especialmente algunas parejas cuyas posturas podían parecer comprometidas. Según algunos obispos, el fresco no correspondía a un recinto tan sagrado como la Capilla sino a una taberna.
Se acusó a Miguel Ángel de herejía y se intentó destruir el fresco. Aunque el papa Julio III era tolerante y no se preocupó de los desnudos, a su muerte se decidiría la «corrección» del fresco colocando paños de pureza a todos sus personajes.
La persona que se ocupó de esta labor, por orden de Pío V, fue Daniele da Volterra, discípulo de Miguel Ángel, a quien, por este trabajo se colocó el sobrenombre de «Braghettone» (Pintacalzones); Daniele murió dos años después de iniciar el trabajo, sin haberlo terminado.
Más adelante, en 1570, cuando Miguel Ángel ya había fallecido, El Greco propuso repintar el Juicio Final pero esta vez, acorde a las ideas de la Contrarreforma. Pero para ese entonces, el fresco del Juicio Final ya era tan aceptado entre los religiosos que el Greco tuvo que abandonar Roma por decir tal locura.
La influencia del Juicio Final en otros artistas europeos posteriores fue enorme. Su visita era obligada para los que podían costearse el viaje a Roma, y se difundió mediante grabados debido a artistas como Giorgio Ghisi y Martino Rota.

Conjunto central

  • Cristo. Es el centro de la obra. Con un enérgico y aterrador movimiento separa a los justos de los pecadores. Tiene marcadas las manos y los pies como evidencia de los clavos que le fueron puestos durante la crucifixión, y una herida en el pecho producto de haber sido atravesado por una lanza de un soldado romano. Es uno de los pocos Cristos que se han pintado con una expresión de enojo e ira.
  • María. Junto a Cristo está María. Temerosa, se esconde junto a su hijo asustada por el movimiento violento que hace. Detrás de ellos hay un destello de luz así que reciben todo el enfoque además porque se encuentran en el centro.
Alrededor a ellos están varios santos, representados sin perspectiva alguna, rodeándolos por todas partes. Algunos parecen estar asustados por la acción que acaba de hacer Cristo, y otros están inquietos. Para reconocerlos, Miguel Ángel los pintó con sus característicos complementos o con los objetos con los que fueron mártires.
  • San Pedro. Tiene en sus manos las llaves del Reino.
  • San Pablo. Se le reconoce por su barba gris y su aspecto ceñudo.
  • San Andrés. Sostiene una cruz en forma de "X", símbolo de su martirio.
  • San Bartolomé. Tiene una piel en su mano ya que este mártir fue despellejado. Según la tradición, se dice que Miguel Ángel pintó su cara en la piel despellejada del mártir como signo de que él creía no merecer el Cielo, pues estaba atormentado.
  • Santa Catalina. Usa la rueda de púas de su martirio para evitar el paso a los pecadores que intentan llegar al Cielo.
  • San Sebastián. Tiene sostenidas las flechas de su martirio.
  • San Lorenzo. Sostiene la parrilla de su martirio.
  • San Blas. Sostiene los dos rastrillos de carda de su martirio.

Ángeles

Debajo de este grupo central de Cristo, María y los Santos, se encuentra un grupo de ángeles con sus trompetas. Según el Apocalipsis, se supone que eran 7 trompetas, aunque aquí parece haber 8. Otros 2 ángeles sostienen el Libro de la Vida y el Libro de la Muerte, donde están los nombres de los salvos y los condenados respectivamente.

Multitudes laterales

Volviendo al grupo central, éstos a su vez están rodeados de una gran multitud donde se encuentra gente común. Muchos están en un ambiente de relativo pánico, no saben qué hacer. Entre el tumulto, muchos están encontrando a sus familiares y amigos, y están realmente felices, algunos llegan a conmoverse, reflejado en sus lágrimas.

Parte inferior

Detalle de Cristo y María.
En la mitad inferior del fresco, las multitudes se dividen en 2: los que están ascendiendo al Cielo, que se encuentran al lado izquierdo y los que descienden a las tinieblas, al lado derecho.
Las personas que ascienden son las que estaban en la Tierra en el momento en que Cristo llama a todas las personas. Muchos están resucitando y son representados como cadáveres. Algunos ángeles ayudan a subirlos al Cielo, y más adelante, las mismas personas ayudan a otras a que asciendan. En la Tierra hay algunos demonios escondidos en cuevas. Algunos demonios intentan evitar que las personas asciendan al Cielo.

Infierno y tinieblas

Del lado derecho están los condenados que están siendo arrojados por ángeles y algunas personas a las Tinieblas. Muchos caen y parecen realmente estar muy desesperados. Varios son obligados a subir a la barca de Caronte con la más espantosa de las violencias. Caronte es uno de los monstruos más horribles en el cuadro. De la barca, los condenados son tirados por algunos demonios a las Tinieblas. Ahí está Minos, cuyos genitales son mordidos por una serpiente, y según la historia, tiene la cara y las facciones de uno de los sacerdotes que criticó al fresco cuando Miguel Ángel lo mostró. Los ríos de fuego y azufre les esperan.

Lunetos superiores

Además, hay 2 lunetos en la parte superior del fresco ajenos a la situación que se vive. En el luneto izquierdo, algunos ángeles llevan la cruz de Cristo, la corona de espinas y los clavos de la Pasión. En el luneto derecho, otros ángeles llevan la columna de la flagelación de Cristo.
Como todas las obras de Miguel Ángel, sus personajes manifiestan la típica terribilitá o fuerza sobrehumana muy visible en la figura de Cristo. Los numerosos desnudos de descomunal tamaño permiten apreciar su preferencia por el Canon hercúleo, con una musculatura muy desarrollada, superior a la de las figuras de la bóveda.
  • La composición es un remolino caótico que acentúa la angustia y la fatalidad de la escena. Las figuras se amontonan en un torbellino, todas en primer plano, sin perspectivas ni paisajes, y todas ellas retorcidas y desequilibradas, buscan posturas inestables y forzadas, enriqueciendo el contrapposto clásico.
  • Sus colores se oponen drásticamente a la armonía cromática del clasicismo renacentista, son muy vivos y contrastados (ácidos) y el acabado busca intensos contrastes de luz y sombra.


 


NUMERO 5:

La última cena (en italianoIl cenacolo o L’ultima cena) es una pintura mural original de Leonardo da Vinci ejecutada entre 1495 y 1498.​ Se encuentra en la pared sobre la que se pintó originariamente, en el refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie, en Milán (Italia),​ declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1980. La pintura fue elaborada para su patrón, el duque Ludovico Sforza de Milán. No es un fresco tradicional, sino un mural ejecutado al temple y óleo sobre dos capas de preparación de yeso extendidas sobre enlucido. Mide 460 cm de alto por 880 cm de ancho. Muchos expertos e historiadores del arte consideran La última cena como una de las mejores obras pictóricas del mundo.

​Leonardo creó La última cena, una de sus mejores obras, la más serena y alejada del mundo temporal, durante esos años característicos por los conflictos bélicos, las intrigas, las preocupaciones y las calamidades.​ Se cree que en 1494 el duque de Milán Ludovico Sforza, llamado "el Moro", encargó a Leonardo la realización de un fresco para el refectorio de la iglesia dominica de Santa Maria delle GrazieMilán. Ello explicaría las insignias ducales que hay pintadas en las tres lunetas superiores. Leonardo trabajó en esta obra más deprisa y con mayor continuidad que nunca durante unos tres años.

En su novella LVIII, Matteo Bandello, que conoció bien a Leonardo, escribe que lo observó muchas veces
... a la mañana temprano subir al andamio, porque la Última Cena estaba un poco en alto; desde que salía el Sol hasta la última hora de la tarde estaba allí, sin quitarse nunca el pincel de la mano, olvidándose de comer y de beber, pintando continuamente. Después sabía estarse dos, tres o cuatro días, que no pintaba, y aun así se quedaba allí una o dos horas cada día y solamente contemplaba, consideraba y examinando para sí, las figuras que había pintado. También lo vi, lo que parecía caso de simpleza o excentricidad, cuando el Sol está en lo alto, salir de su taller en la corte vieja» —sobre el lugar del actual Palazzo Reale— «donde estaba aquel asombroso Caballo compuesto de tierra, y venirse derecho al convento de las Gracias: y subiéndose al andamio tomar el pincel, y dar una o dos pinceladas a una de aquellas figuras, y marcharse sin entretenerse.
 Esta forma de pintar, tan distinta de la rapidez y seguridad que exige la tradicional pintura al fresco, explica que el pintor optara por una técnica distinta y también que se demorase durante años su acabado.
Giorgio Vasari, en sus Vite, también describe en detalle cómo lo trabajó, cómo algunos días pintaría como una furia, y otros pasaría horas solo mirándolo, y cómo paseaba por las calles de la ciudad buscando una cara para Judas, el traidor; al respecto, cuenta la anécdota de que esta forma de trabajar impacientaba al prior del convento y este fue a quejarse al duque, quien llamó al pintor para pedirle que acelerara el trabajo:
Leonardo explicó que los hombres de su genio a veces producen más cuando trabajan menos, por tener la mente ocupada en precisar ideas que acababan por resolverse en forma y expresión. Además, informó al duque que carecía todavía de modelos para las figuras del Salvador y de Judas; (...) temía que no fuera posible encontrar nadie que, habiendo recibido tantos beneficios de su Señor, como Judas, poseyera un corazón tan depravado hasta hacerle traición. Añadió que si, continuando su esfuerzo, no podía encontrarlo, tendría que poner como la cara de Judas el retrato del impertinente y quisquilloso prior
 Igualmente, el escritor Giambattista Giraldi se hizo eco de esta forma de trabajar basándose en los recuerdos de su padre:
Antes de pintar una figura, estudiaba primero su naturaleza y su aspecto [...] Cuando se había formado una idea clara, se dirigía a los lugares en los que sabía que hallaría personas del tipo que buscaba, y observaba con atención sus rostros, su comportamientos, sus costumbres y sus movimientos. Apenas veía algo que podía servirle para sus fines, lo dibujaba a lápiz en el cuadernillo de apuntes que siempre llevaba a la cintura. Este proceder lo repetía tantas veces como juzgase necesario para dar forma a la obra que tenía en mente. A continuación plasmaba todo esto en una figura que, una vez creada, movía el asombro.
 Así pues, Leonardo observaba cuidadosamente los modelos del natural, pero no era algo habitual en aquella época. En general se copiaban los tipos conocidos y ya probados; algunos artistas repetían una y otra vez a lo largo de su vida un tipo que les había salido bien y había tenido éxito, como, por ejemplo, Perugino, el condiscípulo de Leonardo. Este, empero, jamás se repitió; siempre consideró cada una de sus obras una tarea completamente nueva, peculiar y diferente de la anterior. Leonardo procuró dotar a sus figuras de la mayor diversidad posible y del máximo movimiento y contraste. En su libro de pintura aconseja «Los movimientos de las personas son tan diferentes como los estados de ánimo que se suscitan en sus almas, y cada uno de ellos mueve en distintos grados a las personas.​ En otro pasaje se refiere al efecto de los contrastes. Lo feo junto a lo bello, lo grande junto a lo pequeño, el anciano junto al joven, lo fuerte junto a lo débil: hay que alternar y confrontar esos extremos tanto como sea posible.​ Esta proximidad y antagonismo de las figuras es lo que da su riqueza a La Última Cena: Judas, el malvado/Juan, el bello y bueno; cabezas ancianas/cabezas jóvenes; personas excitadas/personas tranquilas. Aunque el mundo puede apreciar el carácter innovador del cuadro en las innumerables imitaciones y reproducciones posteriores, la obra nos produce un efecto de serenidad y sencillez, de concentración alrededor del núcleo de la escena que en ella se desarrolla.
En 1497 el duque de Milán solicitó al artista que concluyera la Última cena, que terminó, probablemente, a finales de año. Andrés García Corneille, en su libro Da Vinci, comenta que «cuando Leonardo comenzó su obra, él sabía que iba a demandarle mucho tiempo y que difícilmente vería mucho dinero por ella (ya que se trataba del pedido de un duque), cosa que contravenía abiertamente los reglamentos del gremio de artistas al que pertenecía, y sin cuya anuencia era imposible ejecutar una obra en Florencia. De hecho, jamás pidió un solo centavo por la obra que hizo, cosa que al duque le sorprendió y no dijo ninguna palabra.
Cuando acabó, la pintura fue alabada como una obra maestra de diseño y caracterización. La dio por terminada, aunque él, eterno insatisfecho, declaró que tendría que seguir trabajando en ella. Fue expuesta a la vista de todos y contemplada por muchos. La fama que el «gran caballo»n. 1​ había hecho surgir se asentó sobre cimientos más sólidos. Desde ese momento se le consideró sin discusión no solo uno de los primeros maestros de Italia sino el primero.1120​ Los artistas acudían desde muy lejos al refectorio del convento de Santa María delle Grazie, miraban la pintura con detenimiento, la copiaban y la discutían.11​ El rey de Francia, al entrar en Milán, acarició la idea de desprender el fresco de la pared para llevárselo a su país.1121
Pronto se puso en evidencia, sin embargo, que nada más acabarse ya empezaba a desprenderse de la pared. Desgraciadamente, el empleo experimental del óleo sobre yeso seco provocó problemas técnicos que condujeron a su rápido deterioro ya hacia el año 1500, lo cual provocó numerosas restauraciones en la magnífica obra.​ Leonardo, en lugar de usar la fiable técnica del fresco, que exigía una rapidez de ejecución impropia de él, había experimentado con diferentes agentes aglutinadores de la pintura, que fueron afectados por moho y se escamaron.
Desde 1726 se llevaron a cabo intentos fallidos de restauración y conservación. Goethe, que vio la estancia con escasas transformaciones en 1788, la describe así:
Frente a la entrada, en la zona más estrecha y al fondo de la sala, estaba la mesa del prior, y a ambos lados las de los restantes monjes, colocadas sobre una especie de grada a cierta altura del suelo. De repente, cuando al entrar uno se daba la vuelta, veía pintada en la cuarta pared y encima de las puertas la cuarta mesa, con Jesús y los Apóstoles sentados a ella como si fueran un grupo más de la reunión. La hora de comer, cuando las mesas del prior y de Cristo se encontraban frente a frente, encerrando en medio a los demás monjes, tuvo que ser, por fuerza, una escena digna de verse.13
En 1977 se inició un programa haciendo uso de las más modernas tecnologías, como consecuencia del cual se han experimentado algunas mejoras.​ Aunque la mayor parte de la superficie original se ha perdido, la grandiosidad de la composición y la penetración fisonómica y psicológica de los personajes dan una vaga visión de su pasado esplendor.
La pintura se ha mantenido como una de las obras de arte más reproducidas, con innumerables copias realizadas en todo tipo de medios, desde alfombras hasta camafeos. Ya en el siglo XVI empezó a ser reproducida por varios pintores, gracias a lo cual subsisten varias copias que testimonian cómo pudo ser en su estado original. Una de las copias más tempranas y conocidas, obra de Giampietrino, se conserva en la Royal Academy of Arts de Londres.
 Leonardo ha escogido, puede que a sugerencia de los dominicos, el momento quizá más dramático. Representa la escena de la Última Cena de los últimos días de la vida de Jesús de Nazaret según narra el Nuevo Testamento. La pintura está basada en Juan 13:21, en la cual Jesús anuncia que uno de sus doce discípulos le traicionará.
Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los apóstoles y les dijo «Yo tenía gran deseo de comer esta pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que sea la nueva y perfecta Pascua en el Reino de Dios, porque uno de vosotros me traicionará
La afirmación de Jesús «uno de vosotros me traicionará» causa consternación en los doce seguidores de Jesús, y ese es el momento que Leonardo representa, intentando reflejar "los movimientos del alma", las distintas reacciones individualizadas de cada uno de los doce apóstoles: unos se asombran, otros se levantan porque no han oído bien, otros se espantan, y, finalmente, Judas retrocede al sentirse aludido.
Aunque se basa en las representaciones precedentes de Ghirlandaio y Andrea del Castagno, Leonardo crea una formulación nueva. Como puede verse en el dibujo preparatorio, Leonardo pensó inicialmente en la composición clásica, con Judas delante de la mesa, y los otros once apóstoles enfrente, con Jesucristo en el medio como uno más. Leonardo se apartó de esta tradición iconográfica e incluye a Judas entre los demás apóstoles, porque ha elegido otro momento, el posterior a su anuncio de que uno lo traicionará. Leonardo cambió la posición de Jesucristo, que inicialmente estaba de perfil hablando con Juan Evangelista, que parece en pie a su lado, (hay otro apóstol que también estaba de pie), y lo sitúa en el centro, hacia el que convergen todas las líneas de fuga, destacando aún más al perfilarse contra el ventanal del centro, rematado con un arco y separándolo de los apóstoles. A ambos lados de Jesucristo, aislados en forma de triángulo y destacados con colores rojo y azul, están los apóstoles, agrupados de tres en tres.
La mesa con los trece personajes se enmarca en una arquitectura clásica representada con exactitud a través de la perspectiva lineal, concretamente central, de manera que parece ampliar el espacio del refectorio como si fuera un trampantojo salvo por la diferente altura del punto de vista y el monumental formato de las figuras. Ello se logra a través de la representación del pavimento, de la mesa, los tapices laterales, las tres ventanas del fondo o, en fin, los casetones del techo. Esta construcción en perspectiva es lo más destacado del cuadro.
La escena parece estar bañada por la luz de las tres ventanas del fondo, en las que se vislumbra un cielo crepuscular, de igual manera que por la luz que entraría a través de la ventana verdadera del refectorio. Dicha luminosidad, así como el fresco colorido, han quedado resaltados a través de la última restauración. Los doce Apóstoles están distribuidos en cuatro grupos de tres. Ello sigue un esquema de tríadas platónicas, de acuerdo a la escuela florentina de Ficino y Mirandola. Analizando de izquierda a derecha, en la segunda tríada se encuentra Judas, cuya traición rompe la tríada, colocándole fuera de ella. La tercera tríada desarrolla la teoría del amor platónico. El amor es el deseo de la belleza, la esencia de Dios es amor y el alma va hacia su amor embriagada de belleza. En la cuarta tríada se observa a Platón, Ficino y quizá al propio Leonardo; trata del diálogo filosófico que lleva a la verdad de Cristo. En la obra, los discípulos y Jesús aparecen sentados y detrás de ellos se puede apreciar un paisaje como si fuera un bosque o incluso como si fuera el paraíso.25​ Los apóstoles se agrupan en cuatro grupos de tres, dejando a Cristo relativamente aislado. De izquierda a derecha según las cabezas, son: BartoloméSantiago el Menor y Andrés en el primer grupo; en el segundo Judas Iscariote con pelo y barba negra, Simón Pedro y Juan, el único imberbe del grupo; Cristo en el centro; TomásSantiago el Mayor y Felipe, también sin barba en el tercer grupo; Mateo, aparentemente sin barba o con barba rala, Judas Tadeo y Simón el Celote en el último. Todas las identificaciones provienen de un manuscrito autógrafo de Leonardo hallado en el siglo XIX.
La última cena



NUMERO 6:

La persistencia de la memoria , conocido también como Los relojes blandos​ o Los relojes derretidos​ es un cuadro del pintor español Salvador Dalí pintado en 1931. Realizado mediante la técnica del óleo sobre lienzo, es de estilo surrealista y sus medidas son 24 x 33 cm. La obra fue exhibida en la primera exposición individual de Dalí en la Galerie Pierre Colle de París,​ del 3 al 15 de junio de 1931, y en enero de 1932 en una exposición en la Julien Levy Gallery de Nueva YorkSurrealism: Paintings, Drawngs and Photographs.​ Se conserva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) de Nueva York, donde llegó en 1934.​ En una revisión posterior del cuadro, Dalí creó La desintegración de la persistencia de la memoria.

El paisaje es simple; aparece el mar al fondo y una pequeña formación rocosa a la derecha de forma insólita. En primer plano a la izquierda, se observa un bloque probablemente de cartón tejido a mano, que hace las funciones de una mesa, sobre el que se disponen dos relojes, un árbol y en el centro de la obra aparece una extraña figura que simula una cabeza blanda, cuyo cuello se diluye en la oscuridad. Llama la atención la enorme nariz, la especie de lengua que sale de ella y el ojo cerrado con largas pestañas. La figura parece dormir sobre la arena. El artista ha colocado sobre esta figura un cuarto reloj, igualmente blando y que también parece derretirse o escurrirse. Los elementos anteriormente descritos se ambientan en lo que parece una playa desierta, con el mar y una cala rodeada de acantilados al fondo. El cielo y el mar se confunden.
Dalí, según él mismo, se inspiró en el queso camembert a la hora de añadir el homenaje al cuadro, relacionándolos por su calidad de «tiernos, extravagantes, solitarios y paranoico-críticos». Uno de los relojes cuelga en equilibrio de la rama de un árbol. Más abajo, en el centro del cuadro, otro se acopla a modo de montura sobre una cara con largas pestañas inspirada en una roca del cabo de Creus. La cara aparece también en otros cuadros del autor como El gran masturbador y El enigma del deseo. El tercer reloj blando está, quizás, a punto de deslizarse por un muro. Sobre este reloj hay una mosca y sobre el reloj de bolsillo, situado sobre el muro, hay multitud de hormigas que no están ahí por casualidad –este tipo de reloj se lleva próximo a los genitales.
Los relojes, como la memoria, se han reblandecido por el paso del tiempo. Son relojes perfectamente verosímiles que siguen marcando la hora, supuestamente en torno a la seis de la tarde. Dalí dijo sobre el cuadro: «Lo mismo que me sorprende que un oficinista de banco nunca se haya comido un cheque, asimismo me asombra que nunca antes de mí, a ningún otro pintor se le ocurriese pintar un reloj blando».
También dijo: «Desde ellos soy históricamente aquel que ha sabido resolver la ecuación espacio tiempo, pero todo mi arte traduce la calidad de la angustia más moderna, en cuanto expresión de un delirio que rebasa todos los dinamismos de lo real. El tiempo no se puede concebir sino el espacio.
La técnica de Dalí es precisa. El dibujo es académico, de líneas puras. Dalí pinta con fuerza y contrasta colores brillantes con colores sombres para crear una atmósfera como un sueño. La luz desempeña un poderoso papel y contribuye a configurar una atmósfera onírica y delirante.
El cuadro parece quedar dividido en una parte de enorme luminosidad –al fondo y a la izquierda– y otra de sombra –primer plano a la derecha–. Respecto al esquema compositivo, predomina la horizontalidad, solo interrumpida por la verticalidad que marca el tronco del árbol y por las líneas curvas de los relojes y de la figura central, que parecen haber sido introducidas para proporcionar un lento movimiento a la quietud de esta playa.

pinturas de pintores famosos



NUMERO 7:

Los nenúfares (en francés Les nymphéas) es un ciclo de pinturas al óleo que ejecutó el pintor impresionista Monet (aproximadamente 250 obras) al final de su vida, sobre amplios paneles, como el de la ilustración, que mide 219 × 602 cm, y que actualmente se exhiben en el Museo de la Orangerie de las Tullerías, en ParísFrancia. Estos inmensos paneles representan un lago con agua. Son representaciones del Jardín de Giverny, lugar donde se instaló Monet con su familia y construyó una finca en 1890. Monet instaló allí un estanque con plantas exóticas que será el modelo de sus famosos nenúfares.
Monet los pintó para que quedaran suspendidos (dentro de una estancia circular) de modo que crean el efecto del transcurrir de un día o el de las cuatro estaciones que se develan ante los ojos del espectador.
En el Museo de la Orangerie están suspendidos en dos estancias ovales y suman ocho piezas. Los motivos le fueron proporcionados por los nenúfares del estanque de su jardín en Giverny. En efecto, en 1890 Monet había adquirido una casa en esa localidad. En su jardín construyó un puente japonés sobre un estanque que estaba repleto de nenúfares, conocido como «jardín de agua». Desde entonces y hasta el final de su vida pintó una y otra vez estas plantas acuáticas. Los nenúfares obtuvieron un gran éxito en 1909 y Monet profundizó en el estudio de estas plantas, con toda una serie de cuadros como Nenúfares en el crepúsculo (1910), que puede verse en la Kunsthaus de Zúrich.
Esta serie de composiciones cromáticas culminaron con el conjunto monumental pintado para estas dos salas de la Orangerie de París. El 12 de abril de 1922 Monet donó al estado francés 22 pinturas sobre este tema, que se realizaron entre 1920 y 1926.
Nenúfares, 1916
Los Nenúfares, 1907

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NUMERO 8:
Cristo con la Cruz a cuestas o Cristo llevando la cruz, es un cuadro del pintor flamenco El Bosco, ejecutado al óleo sobre tabla y que mide 57 centímetros de alto por 32 cm. de ancho. Se encuentra en el Museo de Historia del Arte (Kunsthistorisches) de Viena (Austria).
Este cuadro se ha datado del periodo 1490-1500. Actualmente se cree que esta obra fue realizada hacia 1500.
La tabla, en principio, era más grande, pero fue cortada en unos 20 centímetros por arriba y 2,5 en el borde inferior. Sería la parte izquierda de un tríptico, siendo las otras partes un Calvario (panel central) y un Entierro de Cristo, Descendimiento de la cruz o la Piedad (postigo derecho).
Hay, al menos, otras dos versiones del tema de Cristo con la Cruz a cuestas, realizadas por El Bosco, una del periodo 1515-1516 en el Museo de Bellas Artes de Gante, que mide 74 × 81 cm; y otra que data de 1498 o después y se encuentra en el Monasterio de San Lorenzo del Escorial (Madrid), que es mucho mayor que las otras dos (150 x 94 cm). Son obras en las que El Bosco testimonia la brutalidad de las multitudes.
Se representa en esta pintura de tema religioso la Subida al Calvario.
La mitad superior está dominada por la figura de Jesucristo, que se encamina hacia el Gólgota llevando la cruz a cuestas. Le rodea una masa bestial y grotesca que vocifera. Hay un hombre, vestido con una túnica rosa, inmediatamente delante del Señor, que le está azotando. Entre las cabezas se ve un escudo con un sapo, símbolo de la herejía y también de la lujuria.
En la parte inferior están representados los dos ladrones que, según el evangelio de San Mateo fueron crucificados al mismo tiempo que Jesús de Nazaret. A la derecha, el Buen Ladrón, confesándose con un fraile antes de su ejecución. La cruz de éste está hecha de un tronco de un árbol. En la parte inferior izquierda está el mal ladrón, acompañado por un personaje bufo que viste un manto rojo y está tocado por un gorro negro. Este mal ladrón está increpando a los verdugos.
El estilo recuerda más a la pintura alemana que a la holandesa de la época. Representa la soledad que Jesucristo que, conforme a la Devotio moderna, se quedaba solo en el camino del sacrificio hacia la salvación.
La obra presenta un cromatismo diverso, con colores cálidos como el rojo de los verdugos y fríos como el azul de la túnica de Jesucristo.
En la parte exterior de esta tabla aparece un Niño jugando con un aro, que podría aludir a Jesús Niño.

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NUMERO 9:
El Cristo crucificado, o Cristo de San Plácido, es una pintura al óleo sobre lienzo de Velázquez, conservada en el Museo del Prado desde 1829.
Durante su primer viaje a Italia, entre 1629 y 1630, Velázquez pudo estudiar las obras de los grandes maestros. Sus estudios del desnudo a partir de obras clásicas se pondrán de manifiesto en La fragua de Vulcano y La túnica de José, pintadas allí. Esos estudios habrían posibilitado el magistral desnudo de este cuadro, por la fusión que demuestra de serenidad, dignidad y nobleza. Es un desnudo frontal, sin el apoyo de escena narrativa, con el que Velázquez hace un alarde de maestría y consigue que el espectador pueda captar la belleza corporal y la serena expresión de la figura. Por su espiritualidad y misterio, esta obra inspiró al escritor y filósofo español Miguel de Unamuno un extenso poema titulado El Cristo de Velázquez.
Velázquez pintó un Cristo apolíneo, de dramatismo contenido, sin cargar el acento en la sangre —aunque originalmente era más de la actualmente visible— y, a pesar de muerto, sin desplomarse, evitando la tensión en los brazos.​ Cristo aparece sujeto por cuatro clavos, según las recomendaciones iconográficas de su suegro Francisco Pacheco, a una cruz de travesaños alisados, con los nudos de la madera señalados, título en hebreogriego y latín, y un supedáneo sobre el que asientan firmemente los pies. La cruz se apoya sobre un pequeño montículo surgido a la luz tras la última restauración. Sobre un fondo gris verdoso​ en el que se proyecta la sombra del crucificado iluminado desde la izquierda, el cuerpo se modela con abundante pasta, extendida con soltura, insistiendo en el modelado y en la iluminación; en algunas partes el pintor "arañó" con la punta del pincel la pasta aún húmeda, logrando una textura especial, así en torno a la cabellera caída sobre los hombros. Al igual que en los desnudos de La fragua de Vulcano, las sombras se obtienen repasando con toques de pincel muy diluido y del mismo color, oscureciendo por zonas irregulares la carnación ya terminada.
Buscando la mayor naturalidad, en el proceso de ejecución de la obra rectificó la posición de las piernas, que inicialmente discurrían paralelas, con las pantorrillas casi unidas, y retrasando el pie izquierdo dotó a la figura de mayor movimiento, elevando la cadera en un contrapposto clásico que hace caer el peso del cuerpo sobre la pierna derecha.​ El paño de pureza (también llamado perizoma), muy reducido y sin derroche de vuelos a fin de poner el acento en el cuerpo desnudo, es la parte más empastada del cuadro, con efectos de luz obtenidos mediante toques de blanco de plomo aplicados sobre la superficie ya terminada. La cabeza tiene un estrecho halo luminoso que parece emanar de la propia figura; el semblante está caído sobre el pecho dejando ver lo suficiente de sus rasgos y facciones nobles; la nariz es recta. Más de la mitad de la cara está cubierta por el cabello largo que cae lacio y en vertical.
Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, defendió la pintura del Crucificado con cuatro clavos en una carta fechada en 1620 y recogida luego, junto a otra de Francisco de Rioja un año anterior, en su tratado de El arte de la pintura. Pacheco, amparado en argumentaciones históricas suministradas por Francisco de Rioja y el italiano Angelo Rocca, obispo de Tagasta, que en 1609 había publicado un breve tratado sobre esta cuestión, junto con las indicaciones contenidas en las revelaciones a Santa Brígida, sostenía la mayor antigüedad y autoridad de la pintura de la crucifixión con cuatro clavos frente a la más extendida representación del Crucificado sujeto al madero con solo tres clavos, cruzado un pie sobre el otro.​ Francisco de Rioja citaba por extenso a Lucas de Tuy, encarnizado enemigo de los herejes de León, a quienes confundía con los cátaros o albigenses, quien todavía a comienzos del siglo XIII sostenía en De altera vita fideique controverssis adversus Albigensum errores, que la costumbre de representar a Cristo en la cruz con tres clavos era de origen maniqueo y que había sido introducida en la Galia por los albigenses y en León por un francés de nombre Arnaldo. Para Lucas de Tuy la crucifixión con tres clavos había sido adoptada para aminorar la reverencia debida al crucificado, oponiéndose por ello firmemente a ese modo de representación.
Tras ser introducido en Italia por Nicola Pisano el tipo gótico de la crucifixión con tres clavos,​ Gretsero achacó también esa invención, que condenaba, a los artistas franceses, quienes la habrían adoptado para dar más vivacidad a sus imágenes. En cualquier caso, a partir del siglo XIII el modelo se impuso por todas partes, unido a la tipología del Crucificado gótico doloroso, hasta hacer olvidar la crucifixión con cuatro clavos, y cuando Pacheco quiso recuperar el modelo antiguo hubo de defenderse contra la acusación de introducir novedades. En defensa de su propuesta Pacheco hablaba de un modelo fundido en bronce traído a Sevilla por el platero Juan Bautista Franconio y que él mismo había policromado, que reproducía el Cristo de Jacopo del Duca inspirado en los conocidos dibujos de su maestro Miguel Ángel, actualmente en el Museo Nacional de Nápoles.​ Como también recordaba Pacheco, el modelo, que presenta a Cristo muerto, con la cabeza caída y sujeto a la cruz con cuatro clavos, cruzadas las piernas y sin sujeción de supedáneo, con el efecto de tensar el cuerpo y alargar el canon sin romper la simetría, fue el seguido por Martínez Montañés en su popular Cristo de la Clemencia de la Catedral de Sevilla. Pacheco encontró en Francisco de Rioja al erudito que avalase la representación con cuatro clavos, que él venía defendiendo a la vista del modelo miguelangelesco, y contó también con la aprobación en este caso de Fernando Enríquez de Ribera, III duque de Alcalá, con quien había polemizado acerca del título de la cruz. En 1619 Rioja le escribió, acertadamente, que ese modo restituía el uso antiguo. Pero a la vez Rioja alababa el resultado en el orden estético de esa elección, como subrayaba también Lucas de Tuy, pues de forma natural conducía a mostrar a Cristo como si estuviera en pie sobre el supedáneo, «sin torcimiento feo, o descompuesto, así, como convenía a la soberana grandeza de Cristo nuestro Señor».​ Por ello, aunque en un Calvario de 1638, en colección particular, aún pintó a Cristo con cuatro clavos y con las piernas cruzadas, Pacheco iba a preferir un modelo distinto al ofrecido por Miguel Ángel, tomándolo según decía de un dibujo de Alberto Durero que había podido ver en un libro que fue de Felipe II y que no ha podido ser localizado, con las piernas paralelas y firmemente asentados los pies en el supedáneo, aunque de su aplicación resulten efectos escasamente dinámicos y, por lo mismo, exentos de los retorcimientos manieristas y del patetismo barroco.
Es este también el modelo seguido por Velázquez, aunque para lograr mayor naturalidad en la figura hará que el peso del cuerpo caiga sobre la pierna derecha con un leve balanceo de la cadera. Con todo, la comparación con los modelos de Pacheco, que dota a sus Cristos de cuatro clavos de la apariencia de una reconstrucción arqueológica, permite establecer diferencias más acusadas que esta entre el maestro y su discípulo. Pacheco se esfuerza en pintar músculos y tendones, en tanto Velázquez pinta delicadamente la epidermis magullada a través de la cual el esqueleto y la masa muscular que lo envuelve sólo se perciben en forma de sombras discontinuas. Su cuerpo es verídico, demasiado humano según se ha dicho, y por ello su martirio y muerte también lo son. Tanto como su soledad, imagen sagrada sin contexto narrativo, de la que nace su fuerte carga emotiva y su contenido devocional pues, estando solo Cristo, el espectador también es dejado solo frente al crucificado.
El cuadro fue descrito por Antonio Palomino como un Cristo Crucificado difunto, de tamaño natural, «que está en la clausura del Convento de San Plácido de esta Corte; aunque otro hay en la Buena Dicha, que es copia muy puntual, en el altar primero de mano derecha, como se entra en la iglesia; y uno, y otro están con dos clavos en los pies sobre el supedáneo, siguiendo la opinión de su suegro, acerca de los cuatro clavos».​ De la clausura —en lugar indeterminado— pasó a la sacristía construida entre 1655 y 1685 junto con la nueva iglesia del convento de monjas benedictinas de San Plácido, donde lo vieron Antonio Ponz y Juan Agustín Ceán Bermúdez. Poco después de 1804 lo compró al convento Manuel Godoy, pasando luego a posesión de su esposa, la condesa de Chinchón. En 1826, durante su exilio en París, la condesa puso el cuadro en venta, sin éxito, pasando a su muerte en 1828 a su cuñado el duque de San Fernando de Quiroga, quien se lo regaló a Fernando VII. En 1829 entró a formar parte de las colecciones del Museo del Prado.
La fecha de su ejecución es controvertida. Palomino habla de él tras el retrato del duque de Módena, quien visitó Madrid en 1638, fecha admitida por Aureliano de Beruete y Moret. Consta además documentalmente que entre 1637 y 1640 el Protonotario de Aragón Jerónimo de Villanueva, a quien se supone autor del encargo, hizo donación de algunas pinturas al convento de San Plácido.​ Sin embargo, el fuerte ennegrecimiento de la superficie del cuadro, atribuido al empleo de betún, hizo pensar a críticos como Enrique Lafuente Ferrari y Elizabeth du Gué Trapier que pudiera haber sido pintado en fecha anterior al primer viaje a Italia de 1629, aunque por motivos estilísticos la mayor parte de la crítica suele fechar su ejecución inmediatamente después de ese viaje, dada la relación con los desnudos de sus obras italianas.
El torso aparece puntualmente reproducido en otro Cristo en la cruz de pequeño tamaño, con firma y fecha no autógrafas «Do. Velázquez fa 1631», conservado también en el Museo del Prado, vivo, con la cabeza elevada, los brazos en tensión y sobre un fondo de paisaje.

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NUMERO 10:
El descendimiento de la cruz (en neerlandésDe Kruisafneming) es considerada la obra maestra del pintor flamenco Rogier van der Weyden. Es un óleo sobre tabla, pintado con anterioridad al año 1443, probablemente hacia 1435. Mide 220 cm de alto y 262 cm de ancho. Se exhibe actualmente en el Museo del Prado de Madrid, como depósito de Patrimonio Nacional. Es conocido, generalmente, como El descendimiento.
Este cuadro es la sección central de un tríptico pintado por Rogier van der Weyden como encargo de la guilda o gremio de los ballesteros de Lovaina, para la capilla de Onze Lieve Vrouw van Ginderbuiten (Nuestra Señora Extramuros). En honor a dicho gremio, el artista incluyó diminutas ballestas en los ángulos de la composición.
En la iglesia de Lovaina estuvo El Descendimiento durante más de cien años. La regente de los Países Bajos María de Hungría, reputada coleccionista y hermana de Carlos V, llegó a un acuerdo de canje con los responsables del templo: obtuvo la pintura original a cambio de un órgano valorado en 1500 florines y una réplica del Descendimiento pintada por Michel Coxcie, que ha de ser la ahora conservada en el Museo Bode de Berlín. Conforme está acreditado documentalmente por Vicente Álvarez, en el año 1549 el cuadro ya estaba en poder de María de Hungría. Durante un viaje realizado por los Países Bajos lo vio el príncipe Felipe de España, quien lo adquirió de su tía y en 1555 se lo llevó a España. Según un relato más legendario que real, la obra fue enviada en un barco que naufragó, pero debido a que el embalaje que la preservaba era muy bueno la pintura apenas sufrió.
Hacia esos años, el grabador Cornelis Cort copió la composición a buril; añadió un paisaje en lugar del fondo liso, y todas las figuras aparecen invertidas, como es habitual en las estampas de reproducción. Dado que Cort inició su carrera hacia 1553, es poco probable que llegase a ver el original de Van der Weyden, y seguramente se basó en la copia de Coxcie que lo reemplazó en Lovaina.
Ya en España, el cuadro original fue sometido a una ligera restauración, mayormente para disimular las grietas entre los tablones que conforman la superficie. Por las instrucciones que dio Felipe II a los pintores de la corte con motivo de dicha reparación, resulta evidente que le interesaba la dolorida expresión de las figuras. Ordenó que se restaurasen sólo las partes dañadas en vestimentas y fondo, sin tocar las partes esenciales. Seguramente a petición suya, el pintor Juan Fernández de Navarrete (Navarrete el Mudo) creó dos alas o postigos en grisalla que devolvieron a la obra su estado original como tríptico. Dichos laterales se perdieron después.
Durante un tiempo estuvo en la capilla del Pardo en las proximidades de Madrid. Se ha afirmado que el rey encargó en 1567 a Coxcie de nuevo una réplica. Esta debía quedarse en el Pardo, mientras que el original se llevaría a decorar el Monasterio de El Escorial. Hoy en día, esta copia de Coxcie pertenece al Museo del Prado y se encuentra cedida en depósito en el monasterio de El Escorial. Un reciente estudio técnico del cuadro efectuado por expertos del Prado confirma que Coxcie fue el autor de esta copia, pero hubo de hacerla no en 1567 sino unos veinte años antes, más o menos cuando pintó la de Berlín.
La obra original de Van der Weyden domina la pintura flamenca del siglo XV. Fue muy difundida por España y objeto de innumerables copias. Debió ganar fama nada más realizarse, porque ya en los años 1430 un pintor desconocido realizó una réplica para la capilla de una familia de Lovaina en la iglesia de San Pedro. Esta réplica está hoy en el Museo M de Lovaina. Una copia española, que aportó Leonor de Mascareñas en 1563 al fundar en Madrid el convento de Nuestra Señora de los Ángeles, pasó al Museo del Prado en el siglo XIX tras la desamortización de Mendizábal y actualmente se exhibe en depósito en la Capilla Real de Granada.

En el Museo del Prado

Por razones de seguridad, al estallar la guerra civil española en 1936 el gobierno republicano decidió trasladar la pintura original de Van der Weyden desde el monasterio del Escorial al Museo del Prado, y ante los bombardeos sobre Madrid, fue llevada temporalmente a Ginebra, junto con las obras maestras del museo. Terminada la guerra, regresó a España en 1939, siendo incluida formalmente en el Prado mediante un decreto del nuevo gobierno franquista, en 1943.
Permanece hoy en día en este museo bajo la fórmula jurídica de depósito temporal renovable, cuya última actualización es de 1998. La pintura subsiste en soberbias condiciones de conservación, en especial tras una exitosa restauración en 1992-1994.
Es la tabla central de un tríptico, cuyas alas laterales han desaparecido. Se trata de una pintura al óleo sobre madera; el soporte lo conforman once tablas de roble del Báltico ensambladas en vertical. La obra tiene forma rectangular, con un saliente en el centro de la parte superior, en el que se encuentra la cruz y un joven encaramado en la escalera, que ha ayudado a bajar el cadáver.
Van der Weyden se enfrenta con el problema de encajar un gran número de personajes y una escena de gran complejidad en una tabla de dimensiones no muy grandes estipulada por el comitente. El cuadro mide unos 2,6 metros de ancho por 2,2 de alto.
El tema es religioso, típico de la pintura góticaCristo bajado de la cruz. Los Evangelios hablan de ello: José de Arimatea pidió a Poncio Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesucristo para enterrarlo. A pesar de que el Nuevo Testamento no lo describe con detalle, la pintura, y el arte en general lo ha representado una y otra vez.
Se pueden encontrar representaciones tempranas del tema en la pintura sobre madera medieval. Las clavos ya se han quitado y el cuerpo de Cristo es bajado de la cruz, recibido por los brazos de José de Arimatea. Dio lugar a composiciones de solo tres figuras: Cristo, José de Arimatea y Nicodemo. Posteriormente se añadieron personajes «auxiliares» entre ellas, la Virgen María y el apóstol Juan.
Rogier van der Weyden encaja a las figuras en un espacio apaisado, en forma de urna. El fondo es liso, de color dorado, semejando un tablero; de este modo, las figuras parecen esculturas policromadas. Tradicionalmente, los retablos escultóricos eran más costosos y cotizados que los pintados; se puede decir que el artista recreó pictóricamente un grupo de figuras que hubiese resultado mucho más caro en escultura tridimensional. El fondo de oro tiene además un sentido simbólico, como ya se le daba en Egipto: simboliza la eternidad y es propio de lo divino.
En el primer término, abajo, hay un pequeño fragmento de paisaje, con pequeñas plantas, un hueso alargado y una calavera junto a la mano de María desmayada. Presentar un pequeño matorral vivo junto a la calavera podría aludir a la vida después de la muerte, tal como sostienen las creencias cristianas. La ausencia de paisaje en el resto del cuadro centra toda la atención en las figuras, que se alojan en un espacio reducido. Tal como se describe en los Evangelios, José de Arimatea envuelve el cuerpo de Cristo en un paño blanco del lino, impregnado de sustancias aromáticas. Aparece un anciano de barba blanca identificado como Nicodemo. José de Arimatea y Nicodemo sostienen el cuerpo exánime de Cristo con la expresión de consternación a que obliga el fenómeno de la muerte.
Hay dos parejas de figuras que se representan paralelamente: María Magdalena y Juan en los extremos englobando el grupo en una especie de paréntesis, y la Virgen María y su hijo Jesucristo en el centro. Al lado derecho, María Magdalena se dobla, consternada por la muerte de Cristo. Es la figura más lograda de todo el cuadro en cuanto a la expresión del dolor. Su movimiento corporal se repite en la joven figura de Juan, vestida de rojo, en el borde izquierdo. Por su parte, la Virgen María es representada sufriendo un desfallecimiento y doblándose. Jesucristo aparece en la misma posición que su madre, lo que significa que los dos sufren el mismo dolor, ilustrando así en la Compassio Mariae, esto es, en el paralelismo entre las vidas de Cristo y la Virgen.
Las figuras recrean un grupo escultórico y resaltan sobre el fondo liso. Ayudando al efecto de profundidad, el artista incluye en trampantojo sendas tracerías góticas en los dos ángulos principales; estos ornamentos eran comunes en retablos escultóricos y en nichos funerarios. Posiblemente las tracerías armonizaban con el marco original, cuyo diseño se desconoce (el marco actual es posterior). La composición axial vertical y horizontal, rigurosamente estructurada y equilibrada, se inscribe en un óvalo. Las posiciones del brazo de Jesucristo y de la Virgen expresan las direcciones básicas de la tabla. Puede trazarse una diagonal de la cabeza del joven que ha liberado a Cristo hasta la Virgen y el pie derecho de San Juan. Los rostros están alineados horizontalmente, alineación que viene suavizada por la línea ondulada de las expresiones corporales de los personajes.
Van der Weyden ha representado a María Magdalena con un cinturón que simboliza la virginidad y la pureza. Este cinturón se encuentra alineado con los pies de Cristo y la cabeza de la Virgen, y en él aparece una inscripción que hace referencia a ambos: IHESVS MARIA. La vestimenta de los personajes sirve como símbolo de su clase social. Ninguna de ellas permitía representar las calidades de los objetos y de las telas como la pintura al óleo. De esa manera, Van der Weyden en esta pintura se explaya, en la concreción de las calidades y dependiendo de la clase social del personaje selecciona visón, seda, brocados, raso de azul, lapislázuli para la Virgen...
Otra muestra del preciosismo de la pintura flamenca, gracias a los avances de la técnica del óleo, se muestra en las calidades de los objetos. Hasta este momento la técnicas utilizadas en la pintura eran el temple y el fesco o pintura mural.
Los ropajes y el claroscuro proporcionan los efectos lumínicos. Los colores fríos caracterizan a los personajes más patéticos: las mujeres y el joven subido a la escalera; los demás personajes visten colores cálidos.
Es un cuadro cargado de simbolismo religioso. El pintor desplegó en esta escena toda una gama de exquisitos matices y de doloridas expresiones, con una profunda emoción religiosa, provocando la emoción del espectador ante las expresiones de los personajes.

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